Navidades del 2.007 y toda mi ilusión melómana y motera volcada en el viaje que, en mi fiel BMW R 1200 R, me llevaría a presenciar la solemne apertura de la temporada de la Scala de Milán con la pasional y flamígera “Tristán e Isolda” dirigida por D. Baremboin y cantada por Waltaud Meier, la mejor Isolda de la década.
Toda planificación siempre es poca en estos casos, sobre todo cuando se viaja solo en moto, por lo que preparé casi todo con la minuciosidad de un maestro relojero para preservarme de cualquier tipo de contingencia que hiciese peligrar la audición de mi venerado y cada vez mas cercano Wagner en el templo mundial de la opera universal.
Corría el día 31/12/07 y en una de las reparadoras paradas de repostaje (en Arles, Francia) pierdo inexplicable y trágicamente las llaves de la moto quedando inmovilizada esta en esa estación de servicio, con toda mi ropa en las maletas (la llave es única para todas las cerraduras) y lo que es peor, la entrada para la opera.
Tras un políglota viacrucis telefónico de 8 horas en la gasolinera para conseguir finalmente la asistencia de mi compañía de seguros en esa Nochevieja, tomo la decisión de proseguir mi viaje hasta Milán en transportes públicos (dejando la moto en un garaje de la población para recogerla a mi vuelta con la llave de repuesto que me enviasen desde Valencia).
Una vez en Milán, no había reto mayor que en la vida se me hubiese presentado: acceder a la Scala, sin la entrada correspondiente y ataviado con un llamativo y poco apropiado a la situación traje de motero (oficialmente allí se exige rigurosa etiqueta para presenciar las representaciones de opera).
En estos casos siempre hay algo que nos suele frenar el impulso de avance hacia el objetivo propuesto. Se llama “Condicionamiento Mental” y es eso que nos aconseja no intentar algo no conseguido en el pasado o cuya extrema dificultad presupone el fracaso anticipado del esfuerzo. No obstante, quizás sea mi pasión intestinal por la lírica o mi carácter forjado en los mas exigentes retos deportivos, lo que me armó de una fuerza y valor especial que pudo con lo que la razón me aconsejaba como imposible.
La mañana del día de la representación la dedique a porfiar enconadamente con el circunspecto administrativo de las taquillas de la Scala, con objeto de convencerle de que esa noche una localidad se quedaría vacía si yo no la ocupaba (recordaba la ubicación de mi asiento), por más que no pudiese demostrarlo con el tique de entrada. Tras más de una hora desplegando todo mi mejor repertorio de argumentaciones y solicitudes piadosas de clemencia, una mano anónima del interior de las oficinas firmó un “salvoconducto” (no es broma, parecía un legajo medieval con lacre incluido) que presuntamente me garantizaba el acceso a la sala milanesa.
A sí las cosas, faltaba por superar el segundo “Tourmalet” de la jornada: entrar vestido de Valentino… Rossi en la catedral de la opera mundial. Sin tiempo suficiente para improvisar un traje de chaqueta mínimamente presentable y además todo lo que lo complementa, me armé de valor para afrontar los controles de entrada, que allí custodian los Carabinieri, con la decisión de quien quiere y cree que puede.
Me planteé una estrategia que minimizase el impacto visual de mi atuendo y para ello consideré que era mejor intentar entrar de los últimos, justo cuando la representación estuviera próxima a comenzar. De esta manera sería más fácil confundirme entre la muchedumbre, en ese sprint final al que todos los conserjes están obligados para dar acceso a los espectadores más rezagados.
Son las 18:28 h. (la opera comenzaba a la media) y cruzando la plaza de la Scala me dirijo hacia la puerta siendo reconocido al instante por los carabinieri, quienes se aprestan a darme el alto. Yo, con la cabeza baja cual ibérico toro de lidia y amparado entre el resto de espectadores “en retard”, logro atravesar el umbral aunque no pasar inadvertido pues tres acomodadores me rodean al instante pidiendo en un italiano atropellado y gesticulante explicaciones sobre mis intenciones. A ello respondí con la única alternativa que me quedaba: el salvoconducto.
Desconozco el autor de la firma de aquel documento pues, al momento de su lectura, todo el mundo de mi alrededor se cuadró ante mí cual si de un ministro principal se tratase, siendo acompañado (genuflexiones japonesas incluidas) a mi localidad en el patio de butacas para común asombro y crítica de toda la elegante sala que ya permanecía en silencio, atenta a la espera del comienzo de la representación y que no podia anticipar, por supuesto, la irrupción de tan reflectante espectador.
Luchar contra mi Condicionamiento Mental me permitió asistir a una de esas históricas representaciones de ópera que siempre llevaré en mi selecto y querido álbum de recuerdos musicales y al “Teatro alla Scala” recibir, en sus 130 años de historia, al único espectador vestido de aguerrido y muy wagneriano motero español…
Antonio J. Alonso
Coach Asociado Certificado 10079
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