El hombre es el único ser vivo que es capaz de auto-justificarse en todo lo que hace, sea bueno o malo y con razones que siempre llegan a convencerle. Así de hábiles somos y así de engañados vivimos.
¿Alguien recuerda aquella canción de Lola Flores que decía eso de… “cómo me la maravillaría yo”? Pues eso, que somos maestros de la maravillación o el arte de reinterpretar sesgadamente las causas pasadas para luego justificar equivocadamente las consecuencias presentes y lo que es peor, así convencidos creerlo.
En la vida de cada cual, no todo lo que hace es adecuado o digamos lo mejor que podría hacer. Identificar esa conveniencia es primordial si lo que pretendemos es mejorar el resultado de nuestras actuaciones futuras. Evidentemente, no tendremos nada que mejorar si todo lo hecho queda suficientemente justificado como lo mejor en cada momento, siendo este precisamente uno de los orígenes del estancamiento personal y profesional que en muchas ocasiones solemos percibir en la vida.
Pero, ¿qué explica nuestra obcecación por barrer siempre hacia nuestro lado? Pues principalmente el auto-aprecio genético con que nacemos, que luego continuadamente nos tenemos y que, por mal entendido, busca una nota siempre superior a la merecida. Aprobar sin saber, tarde o temprano nos llevará al bochorno de ser descubiertos en la incompetencia, lo cual es obvio que nos generará más problemas que los inicialmente tapados.
En otras ocasiones he traído a mis artículos la dualidad existente entre Cómplice y Conciencia como principal determinante de nuestra capacidad para juzgar los actos propios. Ambos consejeros vitales, celosos moradores de nuestro cerebro, pugnan cada cual por abarcar más espacio que el otro y en el resultado de esta contienda territorial el vencedor es quien determinará cuál es el color habitual de nuestras justificaciones. Si es la Conciencia, estaremos más cerca de la huidiza objetividad manejándonos en el mundo de las razones. Pero si es el Cómplice, nadie nos librará de barajar tantas excusas como causas justificativas precisemos en un alarde de habilidad en conseguir decirnos lo que mejor queremos oír.
Confieso que yo pueda ser un ejemplo de esto último, aunque sospecho no estar solo en ello…
Saludos de Antonio J. Alonso
Antonio J. Alonso Sampedro
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